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16 nov 2016

El Zahorí y su Pozo

1.

El hombre se irguió en toda su estatura, que no era mucha. Sus articulaciones fluían. Uno no comprendía en seguida qué sorprendía al observarlo, hasta que caía en la cuenta de que incluso cuando se movía parecía estar en reposo. Sus cabellos eran grises, pero de abundancia suficiente como para permitirle usar tan solo una tela enrollada a modo de vincha como protección ante el sol, que en esa región era fuerte.



Había trabajado sobre su piel por mucho tiempo, el sol. La había golpeado, lamido, acariciado, dejado ardidos recuerdos en las noches, desaparecido por largos períodos para volver violento. Y su piel había respondido, había alojado, se había teñido de él, guardado su memoria en las ausencias y adquirido su áspera textura. Eran amigos, su piel y el sol. Podía pasar mucho tiempo expuesto sin más que una tela enrollada en su cintura y cruzada entre sus piernas para proteger sus partes.
Todo lo que en su atuendo había de escaso en vestimenta, lo había de abundante en accesorios. De sus tobillos y muñecas, de sus orejas, de su cuello, colgando en amplias cascadas sobre su pecho y espalda, lucían pequeños y diversos huesitos, semillas, plumas, piedras de colores, maderitas, flores y otros restos coloridos combinados de tal manera que ninguno destacaba y todos llamaban a su modo la atención. Su piel estaba inscripta con dibujos e ideogramas, su rostro llevaba pintura.
El hombre era una biblioteca ambulante, un museo viviente. Daba vértigo y fatiga pensar que tomando alguno de aquellos objetos y mirando a su portador a los ojos con intriga se desataría su historia, y así con cada uno; y que al agotarlos usaríamos la otra mano para tomar dos al mismo tiempo y tendríamos el relato de su relación, y luego del vínculo de la misma con los otros. Y así al infinito.
Una verdadera enciclopedia interactiva allí existiendo ignorante de sí misma.
Antes de erguirse, el hombre había permanecido largo rato en cuclillas, vivenciando. Se alertó cuando los golpes de una de las herramientas que trabajaban el pozo comenzaron a exasperarse. Percibió que los golpes crecían en intensidad y disminuían en eficacia. Cada vez eran más fuertes y removían menos material. Cesaron con el ruido de la pala arrojada contra las piedras.
-Escucha...anciano – el joven no podía esperar a terminar la ascensión que había emprendido desde el fondo del pozo para comenzar a hablar. Una vez que hubo llegado frente al hombre se detuvo, los brazos colgando al costado de su cuerpo, acercándole la cara, en su piel brillante el sudor evaporándose nomás brotar.
- Hemos cavado siete brazos, y la tierra está tan seca como aquí en la superficie –respiraba rápida y profundamente, pero sabía hablar sobre ese compás y sus palabras no perdían firmeza. Su tórax latía con fuerza. Su ira podía pasar por agitación tras el esfuerzo realizado, lo cual le restaba tensión al momento.
- Observa, viejo –y levantó un brazo con el índice extendido hacia su pala. Había querido arrojarla ruidosamente pero sin que se rompiera en nada y de manera que quedara expuesta sobre las piedras arrancadas al pozo. Lo había logrado con tino. – Es la única herramienta de metal que disponemos-.
Ambos, el hombre y el joven, miraron hacia los dos compadres que aprovechaban la pausa para reponerse. Uno de ellos se encontraba arrodillado al borde del agujero en la tierra, con una soga entre las manos que terminaba atada a un gran cuenco de madera que bajaba vacío y subía lleno de material, despejando el fondo. El otro de los compadres se había recostado contra una pared del hueco que estaban abriendo, apoyado en un instrumento que concitó miradas resignadas. Un tronco recto a modo de mango sujetaba en un extremo un pico de ave, duro y puntiagudo, atado con tientos. En la superficie, se apreciaba una reserva de picos aviarios, puesto que se rompían con frecuencia y el compadre había de detener su labor un buen rato para efectuar el recambio.
Cerca se apilaban unas cuantas cuñas de madera de diferente tamaño, y otro instrumento de mango. Este sostenía en una de sus puntas, abierta y trabajada con fuego, una piedra como de dos puños de tamaño, asegurada por tiras de cuero que habían sido atadas mojadas y al secarse la habían apretado fuerte, hermanándola con la madera endurecida con paciencia al calor de la hoguera. Era una maza, y con la ayuda de las cuñas desalojaba las rocas de las que la tierra no quería desprenderse. También, decían, había roto algunos huesos humanos. Pero el metal…era otra cosa. Nadie bromeaba con él.
-Esa pala me costó un cabrito vivo y sin castrar – retomó el discurso el joven. - Eso me pidió el herrero.Él forja el mejor metal de por aquí. ¿O alguien duda? – Sus ojos se ensañaban en las pupilas del hombre con desafío. Éste le sostenía la mirada pero no devolvía hostilidad, simplemente esperaba que se apagara la ira en ese hombre que él sabía justo. –Quise esa pala desde el momento en que empezaron a llegar bocas y entendí que debía hallar tierra para mi familia, deseé ese instrumento con mi espíritu desde que encontré este lugar y supe que sólo le faltaba agua por estar lejos del río. – Su cuerpo acompañaba su oratoria espontáneamente, él era uno con sus palabras. Sus brazos se elevaban y giraban con sentido abarcativo al igual que su campo visual; sobre su cuello elegantemente enhiesto su cabeza pivotaba poseyendo el paisaje. Su cadera y sus pies danzaban sutilmente al ritmo de sus dichos con una armonía de la cual él no era consciente.
-Tuve que esperar y trabajar para tenerla, y otro tanto para usarla. Para usarla aquí. Buena falta me ha hecho otras veces, pero la reservé, me importaba éste trabajo, por fin algo mío, para los míos; sin Consejos que se reúnan cada luna para sentenciar cuántas partes debo tributar por alimentar mis animales en sus pastizales, por disponer mis sembrados en sus terrazas; sin ancianos ofreciéndome pactos mientras mencionan a cada momento a tal o cual de mis hijas.- Por su rostro pasaban las expresiones como ráfagas a medida que pensaba y recordaba. - ¡Y el gran día por fin llegó! Cuando estuvimos aquí por primera vez los cuatro, hace cinco soles, te observé proceder con admiración, anciano. Admiré tu manera de percibir el monte, discernir las rocas antiguas y las nuevas, los árboles viejos y los jóvenes, los animales y sus movimientos, los que se asustaban y los que no, vi como recorrías todo el lugar apreciando la altura de cada sitio, el color de la tierra. Luego tomaste tu horquilla y comenzaste a moverte en un espacio no mayor que cuatro chozas, hasta que señalaste un punto. ¡Y yo confié en ti, viejo! –. El hombre continuaba escuchando paciente. Nada de lo que se le decía era inesperado y sólo aguardaba que llegara un elemento novedoso, o simplemente que terminara el relato, al tiempo que apreciaba con gusto la capacidad expresiva de quien tenía delante.
Y hace cinco soles, el relato del joven llegaba a su cúspide, su cuerpo y su respiración por momentos empezaban a relajarse la uña de esa pala tenía más de dos palmos de metal afilado y forjado con el mejor material y por el mejor herrero. ¡Más de dos palmos! ¡Ahora apenas si tiene uno! En seis brazos perdió más de un palmo de sustancia, está acabada. ¿Dónde está su sustancia? La fue subiendo mi compadre con el cuenco, junto con las rocas y la arena…Seis brazos, y todavía persisten agarradas una a otra, las rocas y la arena allí en el fondo…y el agua, bueno, allí en el fondo no está ni siquiera húmedo. ¿Dónde nos has hecho cavar, anciano?
El agua suele insinuarse a los seis brazos y aparecer a los ocho. la voz del hombre era sólida y serena –Aunque muchas veces hay que cavar hasta los diez. Algunos valientes no se dan por vencidos y continúan hasta los doce, quince brazos…pero no hay garantías. Es por eso que el trato para mí es:”no hay agua, no hay paga”–.
Sin garantías, sin garantías… ¿qué es lo que tiene garantías en la vida para ti?–.
Nada.

2.         
Emprendieron el retorno en el 

crepúsculo pretendiendo llegar antes que el ocaso. Los compadres habían puesto las herramientas al abrigo del rocío y ahora llevaban a la espalda, en telas que sobre el pecho anudaban, los cuencos y ánforas, vacíos, que por la mañana agua y alimento habían contenido. Sonreían satisfechos, puesto que les esperaba justa paga por la labor realizada. La mujer del joven alimentaría esa noche a ellos y sus familias en su hogar, en recompensa por haber colaborado ya por tercer dia consecutivo en profundizar dos brazos el pozo. Y lo habían hecho tan a conciencia y buena voluntad como lo había hecho y lo haría ella. Sabían que la comida estaría dispuesta sobre la mesa sin ninguna mezquindad, con abundancia, que las carnes provendrían de diferentes  animales y los vegetales de distintas plantas, todo cocido y guisado de diferentes maneras y con distintas técnicas. Los hijos mayores del joven tenían ya edad suficiente como para internarse en el monte por su cuenta, y, con una seriedad que no alcanzaba a disimular el espíritu lúdico que los imbuía, regresaban con diferentes piezas y frutos, huevos y cicatrices. Seleccionaban con la mujer lo que cocinarían y trocaban lo que no con los vecinos, en un austero festín de abundancia. Y todo estaría acompañado por abundante bebida fermentada.

También sabían que dispuestos todos a comer, en gran ronda bajo el techo de la choza, trastes al suelo y los cuencos por delante, los ojos y las miradas se cruzarían libremente. No habría recelos ni cálculos del tipo quien daba o recibía mas o menos. Habría compartir, el tiempo cambiaria en su fluir y circularían las vivencias en palabras, gestos, palmadas, lágrimas, risotadas.

Todo eso pensaban mientras caminaban, sus rostros llevaban una plácida mímica que lo reflejaba.
El joven marchaba diferente. Su cuerpo erguido y su cabeza enhiesta, la frente cual proa, parecía estar venciendo algún tipo de resistencia en el aire, su piel penetrando una tensión intangible al resto.
Su mujer estaría esperando al pie del sendero, como llamada al momento justo de verlo aparecer. Sus cuerpos se reconocerían a la distancia, y al acercarse y definirse sus rostros retomarían el diálogo. El de ella pregunta, el de él responde: la pala, los dos brazos, el fondo seco. Se encontrarían sin vocalizaciones fútiles pero con gestos eficaces, las manos en los rostros, miradas significativas y cargadas de confortación. Ella lo precedería al entrar al hogar, apartando el aire, bienviniéndolo.


3.
El hombre no tomó la senda para regresar a la aldea. Se introdujo abruptamente en el monte como si se hubiera abierto y cerrado tras él un portal. Se integró en la vegetación como si fuera un par y no un ejemplar perteneciente a otro Reino de seres vivientes. Y así parecieron aceptarlo las plantas. Caminaba ocupando espacios vacíos, procurando no perturbarlas, cual si pretendiera pasar desapercibido. Disfrutaba observándolas al pasar comportándose con espontaneidad, las hojas y ramas moviéndose hacia el sol sin disimulo, la savia fulgiendo en su fluir sin recaudo alguno.
Un sendero es producto de una seria negociación entre la vegetación y la gente. Primero los pies marcan un descolorido trazado de hierba desvitalizada que dibuja el recorrido más corto y sencillo entre dos puntos que es necesario unir en caminata frecuentemente; dos aldeas, una aldea y el mar, los cultivos y la vertiente. Luego, con el roce y frote permanente de los cuerpos humanos, y aún a costa de rasguños, se van convenciendo los gajos nuevos de los arbustos linderos al camino de que para ese lado no conviene crecer. Las ramas más rebeldes son amputadas al pasar con alguna herramienta idónea y con un gesto de impaciencia por el tiempo perdido en una tarea tan menor.

Él sabía que las plantas reaccionaban a esta tensa convivencia retrayéndose. Los individuos que ocupaban la primera línea adyacente al sendero mostraban a éste las espaldas, troncos de apariencia mustia pobremente irrigados por escasa savia parecían tratar de proteger a sus congéneres de monte adentro. Y ni hablar de los especialísimos especímenes que él buscaba, plantas de las cuales el se mantenía siempre suficientemente aprovisionado en su choza, puesto que a cada una le atribuía propiedades particulares. Alguna de ellas las había aprendido escuchando con atención y curiosidad a las ancianas, otras se las había enseñado su maestro, para aprender otras había tenido que viajar, a veces a otros países. Ellas no hubieran medrado nunca a la vera de la senda con todo aquel bullicio, cuando no humano animal, puesto que era de conocimiento general que en horario nocturno el transitar de la gente disminuía a prácticamente nulo, y entonces un zorro lo recorría husmeando frenético pistas de presas o predadores para descubrir cuando antes si debía huír o perseguir. O un búho caía en picada sobre un infortunado ratón que se había aventurado a buscar mejor destino al otro lado del camino.
Es por ello que él se infiltraba en el bosque como un espía en un país amado, y terminaba siendo aceptado y a sus ojos revelados los mejores tesoros: flores de extrañas geometrías y colores que indicaban la posición de las plantas que las producían, carnosos hongos semienterrados, enredaderas con hojas de verdes claros y raras disposiciones. Arrancaba su cosecha con raíz, cuidando de no lastimarla, puesto que al llegar la plantaría y de esa manera no necesitaría sacar tan frecuentemente. Antes de hacerlo, se aseguraba de que hubieran congéneres de la que quería sacar bien arraigados, de manera de no llevarse la última.
Finalmente,  el monte lo expulsó en la otra punta de sus dominios, allí donde la aldea se hallaba cercana. Existía un límite indefinido pero cierto entre el bosque salvaje y la vegetación, si no domesticada, acostumbrada a convivir con el humano; y al traspasarlo el hombre hubo una despedida silente. Se respetaban, el monte y él. 

4.
Llegó a su choza con el atardecer. Ésta era una cabaña sencilla y sólida, amplia y práctica, vuelta a reconstruir con los mismos maderos una y otra vez tras cada aluvión, tras cada inundación, cada vez más pulidos por el uso y fortalecidos por la naturaleza y el tiempo. Durante décadas, tal vez siglos, heredada de hombre sabio en hombre sabio y siendo elegido un aprendiz cuando aquél sentía llegado el tiempo.
 No lo recibió nadie puesto que vivía solo. Tampoco tenía mascotas, pero frecuentemente se le aquerenciaban diversos animales, la mayoría de los cuales los aldeanos consideraban no domésticos. Lagartos, zorros, aves de montaña, perros vagabundos y gatos cerriles  de pronto decidían acompañarlo en su cotidianeidad y aceptar su alimento por un período de tiempo que sólo ellos parecían conocer y al cabo del cual se marchaban tal como habían venido.
Se detuvo a algunos metros de la entrada y se despojó de todos sus accesorios, colocándolos prolijamente en las aristas y recovecos de un árbol que evidentemente estaba allí acondicionado para cumplir esa función. Cuando entró, subiendo tres escalones de madera que con el tiempo y los consecutivos soles y lluvias habían tomado caprichosas formas, llevaba tan sólo el taparrabos. Se dirigió a una ventana y tomó un ánfora con agua fresca que los aldeanos cuidaban que encontrara todas las tardes al volver. La colocó a los pies del sitio en el cual se sentaría a descansar y meditar, situado de frente al umbral. Otra vez erguido, giró lentamente la cabeza reconociendo una vez más aquellos olores y colores tan familiares. No lo daba por supuesto, se integraba nuevamente cada vez a su hogar.
De un pequeño estante retiró una pipa, y de otro una serie de hojas desecadas que procedió a moler y con las cuales llenó la cazuela. Se munió de una yesca y se sentó en su lugar. Quedó mirando largo rato hacia el infinito a través de la abertura de entrada de su choza, que carecía de puerta. Los colores del atardecer tardío en el cielo distorsionaban todos los verdes del bosque y las montañas, augurando la uniformidad total del negro de la noche.
Al rato de comenzar a humear su pipa,  comenzaban las visitas.  Comadronas, madres, comadres, compadres, padres, traían un relato ya interpósito de los cuerpos mismos de los sufrientes, ya del propio cuando era a ellos a quien tocaba padecer. Todos traían presentes, mayormente alimenticios. El hombre los aceptaba porque había dejado en claro tiempo atrás que no garantizaba el resultado de sus intervenciones, puesto que, había explicado, él era tan sólo una más de las muchas fuerzas que participaban en cada situación. Los aldeanos habían aceptado esto porque habían visto que si no venía cura de esas manos venía alivio, y si no alivio, consuelo.
Él escuchaba cada relato con una concentración particular, puesto que descartaba floridas y detalladas referencias a males y perjurios perjuiciosos que podrían haber causado parientes y entenados por tal o cual motivo, o dramáticos cuentos (que a veces hasta teatralizaciones incluían) acerca de combates entre tal o cual espíritu maligno con tal o cual espíritu benigno cuya derrota producía la lamentable enfermedad que le estaban presentando. Su atención únicamente se activaba cuando aparecían datos tales como si se había presentado hinchazón o depleción de sustancia, de qué color y hace cuanto, en qué partes y en qué orden, si calor o frío habían afectado la zona doliente. Necesitaba discernir que maniobra mejor convenía a cada afección que enfrentaba, si reposo o ejercicio, si dieta o purga, sol o sombra, si era necesaria alguna de sus plantas y administrada cómo; ungüento, té...A veces preparaba extractos fuertemente concentrados que proporcionaba apenas diluidos en agua.
A medida que se asentaba la noche en el aire y se iba terminando la sucesión de padecientes, a sus espaldas otras presencias comenzaban a poblar su choza. Algunas, dos o tres personas, preparaban la cena casi furtivamente, susurrando entre ellas, procurando atentamente no interferir en las consultas que se desarrollaban en la entrada. Luego lavarían los trastos y se ocuparían de alguna tarea doméstica más. Solo querían compartir la mesa con el hombre y escucharlo divagar, captar intuiciones de su sabiduría. Eran presencias del presente.
Pero él también comenzaba a percibir los dichos, movimientos y acciones de habitantes del pasado y del futuro. Los que alguna vez habían hollado y los que alguna vez hollarían el suelo de su choza se presentaban, impredecibles, ya tratándose como si se conocieran de siempre los que nunca habían sido presentados ni se habían visto, ya desconociéndose los que habían compartido media vida. Las conversaciones eran calmas, referidas mayormente a ventajas y perjuicios de tal o cual atavío, y mientras argüían desfilaban con grandes pasos a la vez que señalaban detalles de la vestimenta propia y la del del interlocutor, dando fuerza a sus tesis. También era impredecible que generación se presentaría, cual linea sucesoria y en que momento de su desarrollo.  Los insólitos cruces y combinaciones que se producían eran fascinantes.
Ya hacia rato había cesado la procesión de dolientes, y el hombre se había volcado hacia el interior de sí y de su vivienda en actitud de observación meditativa.  Las presencias del presente no podían captar con sus sentidos conscientes las demás presencias presentes, pero intuían y percibían el clima de vida amontonada que el hombre disfrutaba tanto vivenciando, completando sin saberlo y para él un cuadro donde no había ayer, hoy ni mañana.

5.
Así como el crepúsculo los había encontrado volviendo, la aurora los acompañó en la temprana procesión, que ya era diaria, hacia aquél pozo.

El hombre esta vez había elegido el sendero y formaba parte del grupo. Necesitaba pulsarlo, integrarse, sentir en sí mismo su grado de templanza para terminar de formular sus estrategias.
Los compadres marchaban tras el joven y él los seguía. Llevaban el mismo ritmo de paso y de aliento.
Notó que al guía ya no parecía serle necesario vencer resistencia alguna al avanzar, sino que más bien parecía succionado por su meta.
Una vez llegados, ocuparon sus puestos sin mediar palabra, tampoco mediabade ellas necesidad alguna.
Al hombre le llevó menos tiempo situarse bajo la sombra de esa mata, no debía desenfundar ni acondicionar ninguna herramienta, de modo que pronto estuvo situado en su observatorio. Ya durante el viaje había comprobado que lo previsible se había cumplido. El grupo tenía energías renovadas. Y más.
El joven estaba de pie frente al pozo. Sostenía la pala sin preocuparse de cuánto materialrestabaen ella. Había y eso bastaba. Miraba fijamente el fondo. Abajo, en la sombra de una veta, se figuraba un rastro de humedad. ¿Rocío de la noche? ¿Primer brote de la napa eterna? ¿Truco del deseo? Un salto resolvía la incógnita. Él estiraba el suspenso.



6.
Bueno. Claro. Seguro. Ustedes quieren la historia con final. Con final explicitado. Resuelto. Si hay que alegrarse o apenarse, dicho. Algún corolario esbozado como para que sea sencillo llegar a una moraleja propia.
Será en algún otro cuento. En éste no. No sé qué pasó con la historia particular de éste hombre, éste joven, compadres, mujeres, aldea…
Sé que en general el hombre siempre encontró agua.
El hombre como especie, no éste ni ninguno en particular (ni ninguno como individuo), siempre medró.
Siempre encontró con qué alimentar sus apetitos, necesidades, lujurias. La hoguera de sus nacimientos, matanzas, construcciones, destrucciones.

A veces parece un simple derroche de energía que solo de milagro da un saldo levemente positivo.

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