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8 nov 2015

Una Mente Hueca, ¿puede ser una Criminal Mente?

A Pablo M. lo conocí durante una de sus internaciones, no sé si la primera, pero éramos jóvenes y andábamos en los temas del debut, yo de médico de guardia y él de paciente internado. Estaríamos por los treinta y pico. Teníamos nuestra experiencia andada en la vida en general pero en esto de ubicar nuestros roles en el loquero estábamos en la leche del aprendizaje.
Ya van a ver porque no le puedo decir más "Pablito" como entonces. Mientras tanto sigo con el relato.
Él recién llegaba de Barcelona, o de Ibiza, no me acuerdo, pero sí que muy loco y tatuado. Más loco que tatuado, siempre fue así, más loco que tatuado; y eso que terminó casi irreconocible de la cantidad de tatuajes multicolores con que se cubrió.
Le gustaba mostrar, y tenía qué. Bajo aquella piel transparente se percibía una tonicidad neuromuscular autónoma pero enteramente al servicio de acompañar y acentuar la gestualidad que desbordaba su rostro. Desbordaba es un decir, más bien su cara se atomizaba y volvía a conjuntarse al ritmo del énfasis extremo que pretendía darle a las palabras que salían de su boca subrayadas por profusas explosiones de saliva como si tuviera delante un inexistente micrófono que se propusiera quemar de un cortocircuito.
Además, como venía de Europa tenia ínfulas de hombre de mundo. Le había sacudido mucho el cerebro, el mundo; le había marcado las neuronas con hechos extremos e inconexos que él largaba uno tras otro sin hilo ni nexo alguno, simplemente como se le ocurrían y sin ningún significado más allá de la anécdota, aunque su cara pretendiera estar revelando algo trascendental y medible en litros de saliva que ni siquiera los diez o quince neurolépticos que le proporcionaban diariamente lograban detener.
Con lo que se entusiasmaba en ese momento era con un casette (sí, dije casette, la cuestión viene de aquella época) de un tal "Soldado", que por entonces no conocía nadie y después todos escuchamos. Encima estaba en la vanguardia.
Pero yo tenía otros cuarenta y cinco especímenes  más que cuidar y solamente estaba haciendo mi rondín entre aquellos que pudieran potencialmente hacer quilombo, especialmente de noche cuando todos queríamos dormir, y a Pablo lo vi (por lo menos momentáneamente) inofensivo, abocado como estaba en promulgar su música. 


Pasé por la pieza del gigantón catatónico. Acomodaba y desacomodaba plácida e infinitamente su bolso. Me saludó afable. Un caso de tratamiento electroconvulsivo con resultado favorable que conocí. Previamente, era mayormente una presencia amenazante de conducta impredecible. Ahora ya no más, era agradable saludarlo ; recordar aquellos episodios pletóricos de stress generalizado para todo el personal responsable de ponerle el cuerpo a su violencia, recordarlos casi con nostalgia y compararlos con este presente de plácida socialización, propia de un frankenstein hipnotizado por un animador infantil fanático del buen comportamiento a observar en civilización.

       
 Después hice una visita a la habitación que ocupaba el hijo de un famoso médico de  jerárquica actividad y al cual pretendíamos darle algún tipo de remedo de tratamiento VIP a pesar de que cada excitación esquizofrénica costaba varios muebles y moretones. Estaba tendido cuán largo era sobre su cama, tobillos y muñecas sujetos por meneas acolchadas, su rostro todo sonrisa y enormes pupilas consagradas a la dilatación extrema. Asomándose a ellas un poco, uno podía hacerse una idea del tipo de viaje que llevaría tras robarse de la enfermería más de diez comprimidos de anticolinérgico. Y tomárselos todos juntos, claro. Abrí un poco más el goterito del suero, con la esperanza de lavar un poco su sistema antes de que hiciera un paro cardíaco.
Así que a Pablo M. lo conocí allí y lo volví a ver en otras internaciones, incluso en otra clínica. Siempre en nuestros roles de médico de guardia y paciente. Él, cada vez más confiado, explayándose en dominar el arte de reclamar y recibir asistencia, exigente en sus demandas de privilegio de ciudadano discapacitado y yo, que si bien nunca me acostumbré al estrés constante de cuidar personas que aunque no lo pidan ni lo quieran e incluso que lo rechacen, lo necesitan.
Piénsenlo, asistir a gente que por lo general afirma fervientemente no necesitar ayuda alguna. Es más, todos los esfuerzos de asistencia que uno pueda invocar como argumento son inmediatamente reducidos a la presencia de algún interés secundario, paralelo y con toda seguridad espurio, tendiente sobre todo a sacar provecho de las personas en su indefensión civil  y bla- cla- flá, dale que vá…


Una vez me tocó recibir, al tal Pablo M. (ya van a saber por qué no le puedo decir Pablito como antes), a internación. Como ya estaba habituado al procedimiento, se entregó prontamente a los enfermeros y quedé libre para hacer la historia clínica de ingreso. 
Su madre, que lo acompañaba, parecía fatigada y dispuesta a darme los datos que yo pidiese con tal de sentarse un rato bajo el ventilador de techo en la silla que yo le estaba ofreciendo, frente al escritorio del consultorio de guardia, tras pasar el trajín acalorado de negociar con los agentes de policía para que la ayudaran a alcanzar a su hijo a tratamiento.
Me observaba con resignada inteligencia tras los mismos ojos grises que tenía él, desgranando espontáneamente y para ganar tiempo (ella también conocía el procedimiento), una historia de permanente excitación y demanda, despojos en el hogar, reclamo incesante de dinero y recursos para sostener su exaltación.
Yo anotaba en el apartado de diagnóstico: Trastorno Bipolar Manía Crónica, mientras pensaba: "aunque no esté en el listado del manual es lo que veo, así que lo pongo igual". 
También anoté: Abuso de Múltiples Sustancias, pero nunca tuvo abstinencia alguna, siempre encontró algo o alguien de donde absorber energía psíquica parasitaria.

 Así transcurrió aquella internación suya, él tranquilo en su manejo de "descanso y vuelvo a las pistas", siempre exigiendo que le trajeran (aunque sólo le quedaba su madre, él resto de su familia lo había repudiado) cigarrillos y ropa de marca. Era un bacán. Al final hasta la abnegada madre se cansó. Terminé concluyendo que era un pedante vacío tras el disfraz de progre bipolar.
Tras su alta no supe más nada de el, aunque alguna vez lo vi por la calle con su cuerpo de gimnasio y lo supe trabajando de cadete o mensajero, en bici con un paquete de envío.

A los años me tocó tener novedades de él y fíjense de que manera:
Resulta que por aquél entonces mi ciclo estaba agotado, yo dejaba la guardia, quemado tras 12 años de trinchera atendiendo la locura y sus fluídos, conteniendo pacientes, familiares y entenados en las más diversísimas e impredecibles situaciones.

 
  Quemado de examinar, que quiere decir observar, oler, palpar, escuchar, eventualmente auscultar. O sea zambullirse en la experiencia humana sin ningún tipo de prejuicios. Otros se refugian, en la misma situación, tras rígidos preconceptos que funcionan como un hermoso Split acondicionando la conciencia, si hace frío calientan y si calor enfrían.
  Yo no, yo pretendía pensar todo desde el principio sin prejuicios y privilegiaba no coartar ninguna libertad innecesariamente.
Así transité, alguien juzgará.
Entonces, hay que considerar las particularidades humanas sobre las que se aplican todas estas técnicas en psiquiatría para sentir: un poco de repulsión (por proyección, nos da asco lo que podemos llegar a ser), rechazo, sufrimiento, identificación, estrés, y mil y una emoción más que despiertan el contacto humano verdadero con personas que transitan situaciones límites.
 Así que quemado de tomar decisiones a contrarreloj, de negociar con el sufrimiento humano, de procurar que no salpique más de lo mínimo imprescindible.
Que nadie prenda el ventilador sobre el cacódromo. Que nadie pare la vida que continúa indiferente sobre el dolor individual.
Bueno. Entonces perdí una apuesta y hube de pagar un lechón para un almuerzo de todo el personal. El tema venía de despedida, así que lo hice contento.

  
  De pronto, en medio del ágape, una foto llama mi atención desde la contratapa del diario matinal: ¡Pablo M., subiendo esposado a un patrullero! Me hice del diario y observé bien: ¡Estássssigual! Misma cara de exorbitado, solo que con expresión de no pertenecer ya al mundo de la vida.
Me aboqué a leer la noticia. El anti-Raskolnikov. Recuerden el protagonista de Crimen y Castigo, se pasó un mes afiebrado hasta la convulsión planeando a pesar suyo su crimen hasta el último detalle, tanto que no lo descubrieron a pesar de que sospechaban de él. Bueno, este fue todo lo contrario.
La madre se lo había querido sacar de encima y él habitaba pensión, pero no fue tan lúcida ese día como para pensar: "si le voy a negar plata otra vez mejor no le abro", así que fue y le abrió. El otro, que ya venía perdido, ante la negativa se terminó de extraviar en la ira y sin ninguna idea en el bochín le clavó varias veces un tramontina.
Los de investigaciones encontraron tremendo charco de sangre con una impronta de suela de zapatilla que era prácticamente un molde. Encima con ese mismo calzado se retiró del lugar, así que sólo tuvieron que seguir la huella que no se interrumpía y los llevó directamente a la antecitada pensión, donde lo encontraron durmiendo, la ropa ensangrentada en un montón a los pies de la cama. Tal vez en la foto no era cara de exorbitado sino sólo de dormido.

Que será de la vida de Pablo M.; el matricida.

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