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29 ene 2011

Tiago Bloomsk y La Casona


Tiago Bloomsk y La Casona
Yo trabajaba en una enfermería. Estudiaba medicina y me había comprometido con ese trabajo, que por el horario me dificultaba mucho estudiar. 

Atendía en un gabinete (que linda palabra) y salía a hacer domicilios (ir a la casa de la gente a inyectarla, hacerle nebulizaciones, tomarle la presión…). Usaba una bicicleta negra que había pagado con la venta de mis libros una vez que rendí bien la primer materia. Era una bici alta, liviana, ligera. Me parecía un avión al lado de la multiuso azul y con rueditas de 15 centímetros de diámetro que usé durante el primer año de llegado a la ciudad, tragando la materia de bienvenida: anatomía.
En esa bicicleta negra, minimalista, pasaba yo todos los días, ida y vuelta entre la enfermería y el sucucho donde vivía, por enfrente de una gran casona.




Era un edificio tipo mansión. Si la ciudad llevaba 150 años de fundada la casa tendría 100, uno podía imaginar que en sus comienzos, sin tranvías ni automóviles, pura tracción a sangre, había sido casa de campo; pero ahora se situaba a 25 cuadras del centro. Diez minutos de nafta. Tenía tres pisos y en una de sus esquinas le brotaba la circularidad como una torre, después supe que por dentro le corría una escalera en caracol. En el amplio parque que la circundaba se observaba, tras muros y verjas, gente extraña, sin ocupación identificable.
Cuando, con el correr de los meses, me fui integrando al barrio, (y de qué manera, imagínense entrar en la intimidad de la gente a picarle las nalgas, a palparles la arteria humeral, podría contar muchas anécdotas al respecto) y  me contaron que esa casona misteriosa era: ¡una clínica psiquiátrica!.
Recuerden: Rayuela de Cortázar (esos capítulos finales), “No sé cuánto” al sol (dormir, morir… ya no me acuerdo) de Bioy Casares, etc. Todos los fantasmas de la locura. Yo pensé: “Al final es por esto que me metí a estudiar medicina”.
En verdad que ya tenía mi contacto con pacientes psiquiátricos desde la enfermería. Casos tan profundos como después ví y observé cuando entré en contacto con la práctica clínica cotidiana de la psiquiatría y el cuidado de los locos.
Enumero:
·                   Tres hermanos que vivían juntos (dos masculinos y una mujer) y con muuuuuchos perros, todos esquizofrénicos (los hermanos, no los perros) y con tanta mugre que los zócalos se redondeaban (o sea imaginen la unión de la pared con el piso, que debería ser de 90 grados, curvada por el relleno de la mugre). Bueno, la hermana (o sea la esquizofrénica femenina) refería sufrir de asma y se hacía nebulizar; yo iba con el tubo de oxígeno y la mascarilla en la bici y cuando entraba a esa casa mi mente empezaba a trabajar intensísimamente tratando de encontrar una manera de tolerar el olor a perro reconcentrado durante los 15 minutos que demoraba la nebulización. En general pensaba en el billete rojo mientras trataba de “limpiar” (despejar, en realidad) un sector de la mesa para acomodar el instrumental.
·                   La vieja Amelia, nombre de bruja si los hay. También, característico, vivía en la mugre total. Y sola. Pero además era mala, vengativa y rencorosa. Padecía diabetes y se tenía que aplicar insulina tres veces al día. Ella no se animaba, así que nos pagaba para que pasáramos por su casa a inyectarla. No era sólo la suciedad y el olor, sino que también pretendía sacar muchas más prestaciones que las que pagaba, O sea que preguntaba, pedía que le tomaran la presión, demoraba el fin de la visita con los peores argumentos. Uno no podía retirarse del domicilio sin dejarla disconforme, ella necesitaba la culpa ajena para sobrevivir sus tardes y mañanas.


Termino con mi enumeración porque quiero volver al tema: La Casona. Creo que hasta una  enredadera tenía de tan compenetrada que estaba con su papel.

Fue la primera clínica psiquiátrica de la ciudad. En 1960 estaba el Hospital Psiquiátrico público o comunal, que por estar situado en la capital recibía pacientes de toda la provincia , y la clínica del Doctor Bloomsk, privada y para los “pudientes”.
Después, mutatis mutandis, llegaron a haber 15 clínicas en la misma ciudad, pero en un momento fue la única (primera).
El Doctor Bloomsk estaba casado con una médica, que resultó también ser psiquiatra. La Doctora Margaritas. Cuando quedó viuda, puso sus créditos en su hijo, Tiago Bloomsk, que también era médico psiquiatra. Allí empezó la decadencia, al final van a entender porqué.
Tiago seguramente habría estudiado mientras su padre vivía, y en el barrio se rumoreaba acerca de “experimentos” que hacía en la clínica. Por ejemplo se decía que había probado a fumar marihuana con los pacientes, lo que suena a remedo de los experimentos con LSD de los yanquis en los 60 pero berreta, del subdesarrollo.
Bueno; entonces, cursando psiquiatría en quinto año de medicina, me pasé seis meses yendo una vez por semana al hospital psiquiátrico mixto más grande de la provincia de Bs. As., que es  como decir de la parte más austral del mundo. Sentía que aprendía. Cómo me equivocaba, estaba solamente asomado a una incómoda ventana, con un mal ángulo de observación. Fantaseaba con trabajar en esa clínica del barrio. Cuando  terminé de cursar empecé a preparar el exámen final. Me presenté en la casona y dije que era estudiante y que quería una lección. Ayuda para rendir el final. No pedía nada, eh… (sarcasmo).
Me mandaron a hablar con Tiago, o sea me dijo la secretaria:
-“Vení el jueves a la tardecita”.
Ese jueves cerré la enfermería y transité las dos cuadras hasta la casona. Entré a recepción y pregunté por el Dr. Bloomsk (como me habían dicho). Tiago estaba de guardia, al cuidado de los 40 pacientes, pero sacó los tacos de las botas de la cama, apagó la tele y me atendió. Me hicieron pasar al cuarto del médico de guardia y lo conocí: un vikingo rubio, barba y pelo largo como Jesús; 15 centímetros más que yo por lo menos (tampoco soy tan alto, pero…).
La habitación tenía el techo bajo y una ventana al nivel del césped del patio. Me sentí en la cabina de un velero pirata. Nos sentamos a los lados de una mesa bajita y yo saqué el programa curricular de la materia, tímidamente, pensando -“¿qué cabida me dará este?”-. Estaba largamente manoseado, subrayado y resaltado  (el programa). Realmente lo había estudiado. Pero lo que siguió fue una clase de hora y media. Me aclaró y enseñó cosas que me sirvieron para siempre, con la generosidad de revelarme qué era importante y qué no, aclararme oscuridades en tres conceptos. –“En realidad la psiquiatría son cinco o seis enfermedades, el resto es bulto”- me dijo.
A la semana volví contando que me había sacado un nueve (9). Agradecí. Y empezó el problema. Porque se concretaron mis fantasías de trabajar allí, y cuidado cuando se concretan las fantasías.
      
  Me vino a buscar una tarde, bajó de su moto y tocó timbre, mi mujer lo atendió sin saber si era un dealer o qué. –“Podés cubrir la guardia del sábado”- me preguntó. Y allí empezó la decadencia. O sea, yo no estaba recibido de médico, todavía no tenía ni concepto, a pesar de mis 28 años, de qué se trataba. Por supuesto que dije que sí, y ese sábado estuve al horario indicado con mi bolsito. Estudiante de medicina haciéndose pasar por médico. Eso es decadencia, pero yo no lo sabía, pensaba que era un gran progreso. Fantaseaba que iba a poder zafar un poco de la esclavitud de la enfermería y recuperar el ritmo de estudio que había perdido. Me condujeron a la misma habitación de la gran lección de psiquiatría y me dejaron solo., que me acomodara. Dejé mi bolso sobre la cama, miré la tele apagada y abrí la puerta pensando en conocer el edificio. Enfrente estaba la cocina, así que entré. La cocinera me dijo –“Hola Doctor”- con un tono de sorna que tardé mucho en comprender. Después me interceptó una enfermera en el pasillo, y me condujo amablemente de nuevo hasta la habitación del “médico” de guardia diciéndome con el mismo sarcasmo:-“No se preocupe, Doctor, si lo necesitamos lo buscamos, usted descanse”. Claro, ellas estaban cancheras en manejarse con los locos, además los conocían uno por uno, y yo con todos los libros que había leído no sabía ni donde estaba. Me sacaban del medio para que no molestara.
Así que me quedé toda la noche viendo una película. El Mariachi con Antonio Banderas. También estudié un poco otra materia, digamos,… Cirugía II. O Medicina Interna. Luego supe que me faltaba aprender mucho de eso antes de dedicarme a los locos, pero eso es otra historia.
A la mañana me desperté y recordé dónde estaba. Me habían dicho que tenía que preparar la medicación (poner en el cubilete de cada paciente la droga y dosis adecuada) así que tomé las carpetas con las prescripciones y empecé a manipular los frascos de pastillas. Apareció la Dra. Margaritas y yo me avergoncé al pronunciar mal los nombres de los medicamentos. Después me saqué las ganas de recorrer el edificio, a pesar de las enfermeras. Un chico alto y morocho (paciente) me vino a conversar. Era como una máquina de movimiento perpetuo, no dejaba de moverse como un resorte. Después, por esas casualidades de la vida, lo atendí, ya siendo médico, en Quilmes, (otra ciudad, los médicos viajamos mucho para conseguirnos el pan) supe que era un esquizofrénico muy impregnado por el haloperidol, pero en esa época que sabía yo de nada…
Así que así fue. Lógicamente que con la competencia de 15 clínicas en el centro de la ciudad y la desidiosa conducción de Bloomsk hijo la clínica terminó fundiendo y cerrando.
Por mi parte fue la única guardia que hice allí.
Después pasó que la empresa usurera más grande y próspera de la ciudad compró la casona e invirtió en ella todo el lavado de dinero junto. Canillas de oro, mármol, (lo que comentaba el barrio, a mí no me invitaron a ver). Los futbolistas, empresarios y farándulos locales pagaban fortunas para festejar allí sus cumpleaños y casamientos. Cuando se cansaron de blanquear dinero mal habido se transformó en una casa de fiestas capaz de alojar más de cuatro eventos a la vez (ponemos a alguien a laburar que le busque algún rédito), y con el prestigio ganado todo el mediopelo hace cola.
Historias de barrio de cualquier ciudad.



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